V

—Eso conlleva el juramento —dijo Anajinn—, es la dedicación a la búsqueda; el compromiso de salvar la fe aunque no seas tú quien lo haga.

Reiter escuchaba con atención. Le dolía la espalda pues estaba encorvado junto a la biblioteca. Aunque apagadas, y pese a que la puerta estaba cerrada, era posible oír las palabras de la guerrera divina desde el interior. Cuando la posada fue reconstruida hace casi veinte años, Reiter tuvo que conformarse con muros más delgados. Vendió la mitad de la tierra para sufragar el costo. Hubo sacrificios, no obstante, la posada jamás regresaría a su gloria de antaño.

—Creo entenderlo. —Lilsa estaba encantada de reunirse con Anajinn. Era la primera vez que volvía a verla desde que era una niña pequeña. Pasó muchas horas hablando con la guerrera divina. —No es esperanza, es propósito. Por eso asumen el nombre de la guerrera divina original. Intentan ser dignas de su sacrificio.

—Esa es una de las razones. —Respondió Anajinn.

Reiter sintió dolor en el estómago y se sentó con calma en la escalinata. Le crujían las articulaciones. No quería que supieran que estaba espiándoles. Sus manos, nudosas por la edad, se abrían y cerraban de forma reflexiva. Su corazón golpeteaba en su pecho y de su frente escurría sudor.

—¿Realmente estás lista para tal compromiso, Lilsa? Mi maestra me dijo una vez: si eliges esta vida, puedes aceptarla o maldecirla pero jamás arrepentirte. Nuestra existencia es corta y los años que tenemos la suerte de vivir están cargados de tribulaciones.

—Sí. —Dijo Lilsa con firmeza. Reiter cerró los ojos y suprimió un quejido. —Quiero acompañarte en tu búsqueda hacia… —Hizo una pausa. —¿A dónde iríamos primero?

—A decir verdad, he cambiado de planes en los últimos días. —Dijo Anajinn. —Escuché que una estrella cayó en Nueva Tristram y ahora deambulan pesadillas por la tierra. Sospecho que no seré la primera guerrera divina en llegar, pero quizá podamos ayudar.

Lilsa aplaudió emocionada. La puerta de la biblioteca se abrió y Reiter se incorporó con rapidez, pretendiendo descender por las escaleras como si sólo se dirigiera al área común. Intentó mantener el temor fuera de su expresión. Mil palabras flotaban entre sus pensamientos, formando amonestaciones, advertencias, negativas, ultimátums. Cualquier cosa que pudiera hacer a Lilsa cambiar de opinión; hacerle entrar en razón.

Ninguna que, como bien sabía, tendría el valor de expresar.

—Padre —dijo Lilsa—, tengo algo importante que decirte.

—Supongo que sí. —Respondió él.

El Fin del Camino

Guerrero divino

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