IV

La cuerda de Luz, o lo que fuera, en torno a su cuello no se aflojó ni una pizca cuando los paladines le obligaron a detenerse. Reiter escuchó el crepitar de su piel a causa del calor que emitía la anilla. Sus manos se agitaban inútilmente detrás de su espalda, atadas en torno a las muñecas.

Sus ojos… sus ojos. ¡Akarat, mis ojos! Oscuridad en todos lados. El paladín torció un dedo en su dirección y un fuerte dolor atravesó su cabeza, destruyendo su visión.

Reiter estaba ciego por completo.

—Fue bueno que presentaras tu pecado ante nosotros tan rápido como lo hiciste —le susurró el líder de los paladines—. Te enviaremos al tribunal de Zakarum sin mucho sufrimiento. De menos me diste más práctica, no perderás los ojos. —Una mano empujó a Reiter y éste cayó de rodillas, jadeando impotente. Sólo era capaz de aspirar un cantidad minúscula de aire a través de su garganta obstruida.

Reiter escuchó como se separaban los tres paladines por la calle. Reiter intentó espetar desesperadamente una última súplica: no dañen a mi familia; llévense a la guerrera divina, pero no dañen a mi familia. Sin embargo, lo único que surgió de su boca fueron sonidos incoherentes. Reiter cayó de costado y aguzó los oídos en busca del sonido de puertas o ventanas abriéndose en algún punto de la calle. Ahí se dio cuenta de que nadie del pueblo vendría en su ayuda. Sería poco razonable inmiscuirse en esta pelea.

El líder de los paladines habló con voz clara y recia. —¡Hereje! —Al cabo de un momento, intentó de nuevo. —¡Hereje, tú que te haces llamar Anajinn! Soy el Maestro Cennis. En nombre de la fe Zakarum que decidiste profanar, ríndete de inmediato para que seas sometida a juicio.

Retumbaron pasos pesados en el balcón de madera de la posada. Reiter sólo veía oscuridad, sin embargo la escuchó claramente. Salía por la puerta sin dudarlo.

—Posadero, quiero que sepas algo. —Dijo Anajinn. —Haré todo lo posible para que tu familia esté segura. Su voz estaba cargada de pena y tristeza, no de ira y recriminación como esperaba.

—Una pérdida de tiempo —escupió el líder de los paladines—. Todo aquel que ofrezca refugio a un hereje, quién quiera que sea, habrá de sufrir el mismo destino. —Agregó con una sonrisa burlona.

***

Puertas y ventanas se cerraron de golpe por toda la calle. Fuera de eso, el silencio reinaba en el Reposo de Caldeum. El pueblo entero permanecía a la expectativa.

Anajinn miró a los tres paladines. El que se encontraba en medio, erguido junto a Reiter, parecía estar a cargo. Los otros dos estaban en guardia, pero la guerrera divina creyó ver duda en sus ojos. Fue a ellos a quienes les habló.

—Su líder habla de asesinar a un posadero, a su esposa y a una niña. La mujer está embarazada. —Escurría desdén de cada una de sus palabras. —El Maestro Cennis habría de matarles sin sentir arrepentimiento alguno. ¿Acaso han caído tan bajo? ¿En verdad han llegado a tal nivel de maldad?

Eso incitó otro torrente por parte de Cennis. Palabras cargadas de furia sobre justicia, rectitud y herejía, pero ella le ignoró. Sólo observaba a los otros dos, quienes se miraron el uno al otro.

Indecisión.

Culpa.

Bien sabían quién era Cennis y estaban conscientes del tipo de monstruo en el que se había convertido. Era casi seguro que no lo admitían entre ellos, ni a sí mismos, pero sabían. Sabían hasta los tuétanos que lo que estaba a punto de ocurrir no era lo correcto.

Sin embargo, notó que la expresión de uno de ellos se endureció. El segundo pronto hizo lo mismo. Sólo quedaba odio en sus ojos. Anajinn inclinó la cabeza. No les agrada la idea, no les hace gracia, pero obedecerían. Quizá lamenten sus actos, tal vez este era el momento que algún día conduciría a su redención, mas el precio de tal redención serían vidas inocentes.

El paladín continuó con su diatriba. Anajinn respiró muy, muy profundo, permitiendo que el aire y la Luz la llenaran por completo. Esto no eliminó la fatiga. El cansancio parecía bordado en cada centímetro de su cuerpo.

Pero la Luz le dio fuerza como siempre hacía, como siempre haría, hasta que llegara el fin del camino.

—Así sea —Anajinn cargó.

Y la Luz la rodeó cual torbellino.

***

Un estruendo terrible y maravilloso inundó el ambiente. Bea se estremeció. Lilsa escuchó en silencio, su boca abierta a causa de la sorpresa. Hubo más ruido, el sonido de furia extraterrenal; el rugir de una batalla.

—Reiter. Oh no, Reiter. —Bea suspiró.

La aprendiz las guió entre los edificios a lo largo de la única calle del poblado, alejándolas de la confrontación. Llevaba su espada corta en la mano derecha, con la punta hacia arriba, y con la izquierda sujetaba firmemente la de Bea. —Sigan adelante. —Susurró la joven. Otros de los residentes del Reposo de Caldeum huían hacia el desierto por su cuenta o en parejas. Parecían estar preparados para arriesgarse en los páramos antes que permanecer un minuto más en el pueblo.

—Mi esposo, ¿está…?

La aprendiz negó con la cabeza. —Anajinn no permitirá que muera mientras ella siga con vida. —Otro eco profundo pasó entre los edificios. —Y aún vive.

Un brutal impacto en las cercanías interrumpió la conversación. Algo, alguien, pasó a través del muro posterior de la posada y rodó por la arena. A Bea se le hizo un nudo en la garganta. Alguien fue lanzado a través de la posada entera. Partes del techo comenzaron a colapsarse y parecía que la estructura pronto correría la misma suerte. La figura que derrapó sobre la arena del desierto no era Reiter, pero quién…

—Al callejón —dijo la aprendiz—, en silencio.

Bea permitió que la guiara a través del estrecho callejón de murallas de adobe. —¿Quién era? ¿Está muerto?

La aprendiz echó un vistazo por la esquina. —Uno de los paladines y no, no lo está. —De mala gana agregó. —Está rodeando por un costado, intenta entrar a hurtadillas a la lucha para atacar a Anajinn por la retaguardia. —La joven miró su espada y luego a Bea.

—¿Necesitas ir a ayudarle? —Preguntó Bea.

La aprendiz dudó. —Me dijo que no te abandonara.

—Permaneceremos fuera del área de peligro. —Respondió Bea, pero la aprendiz ni se inmutó. —¿Se detendrán esos hombres al matar a tu maestra? ¿Al matar a mi esposo?

—No. —Respondió la joven con suavidad.

—Entonces ve.

***

Anajinn alzó su escudo y permitió que el martillo rebotara. El impacto la sacudió hasta los huesos. Miró de reojo hacia el agujero en la posada. El paladín se incorporaba, vivo. Estaba más cansada de lo que creía, ese golpe debió haberle eliminado.

Los otros dos paladines avanzaron implacables. El líder, el que se hacía llamar Cennis, lanzaba martillos de Luz en su contra una y otra vez, mientras el otro descargaba un aluvión de esferas de energía brillante. Ella mantuvo su escudo en alto, interceptando cada uno de los ataques. Cuando el segundo paladín estuvo a tres pasos de distancia, ella bajó el hombro, se tensó detrás de su escudo y empujó.

Una sólida muralla de poder, de Luz, chocó contra el paladín en carga. Brisa roja se expandió hacia afuera. Al desvanecerse la Luz, el aire ostentaba un tinte carmesí. Huesos —sólo huesos— fracturados y secos cayeron sobre la arena. Hasta la ropa del hombre se convirtió en polvo.

Anajinn no se regocijó con su muerte, sólo se volvió hacia Cennis y atacó con su mangual. Con un grito de sorpresa y enojo, éste saltó hacia atrás lanzando otro martillo, que la alcanzó en el hombro derecho. Un gran dolor se hizo presente, pero la guerrera divina lo ignoró con frialdad.

El paladín siseó y entrecerró los ojos ante los restos de su hermano. —Sucia y entrometida asesina. ¡Engendro del mal!

—Será mucho más placentero para todos si guardas silencio. —Dijo Anajinn.

De súbito, ella se agachó y empujó contra su escudo una vez más, pero el paladín reaccionó más rápido que su hermano. Alzó los brazos y partió la descarga con una propia. El contraataque sacudió su escudo, pero Anajinn avanzaba con el mangual zumbando sobre su cabeza. Cennis invocó otro martillo para golpear el arma de su oponente, pero la guerrera divina dejó que su escudo fuera la vanguardia de su avance, concentrando la Luz frente a ella mientras rechazaba el embate de Cennis y lo proyectaba contra la arena. Después golpeó con su mangual. Poder puro y fúlgido surgió cual relámpago.

El paladín gruñó y alzó las manos, atrapó el relámpago y se lo devolvió.

Ella ni se molestó en evadir, sólo permitió que la Luz pasara a través de su cabeza y armadura sin mostrar expresión alguna.

—Diablo —maldijo el paladín—, demonio, maldita.

—La Luz no daña a los justos —Anajinn esbozó una sonrisa fría—. ¿Puedes decir lo mismo del poder que esgrimes?

Enfurecido, Cennis se incorporó y se abalanzó contra ella. Mangual y martillo chocaron. La fuerza del impacto despedazó las ventanas de vidrio de las casas en la calle principal del poblado. Anajinn avanzó, ignorando su creciente fatiga y…

dolor

…estaba en el suelo, boca abajo, jadeando. Ya no tenía su escudo. Después de rodar para quedar boca arriba, lanzó un golpe con su arma, pues percibió que se aproximaba un ataque. El peso con púas de su mangual chocó con fuerza contra la pierna derecha de Cennis, entre su armadura. El martillo se desvaneció a escasos centímetros de la cabeza de Anajinn y el paladín trastabilló hacia atrás, sangrando y gritando.

¿Quién le atacó por la retaguardia? ¿Con qué? Anajinn intentó incorporarse, pero sus brazos y piernas temblaron y cedieron. Ella se desplomó de nuevo sobre la arena. Esto no pinta nada bien, pensó. Había quemaduras en su costado izquierdo y cada bocanada de aire le raspaba la garganta. Quemada desde adentro. Anajinn juraba que podía sentir sus tripas bien crujientes.

Bueno, pensó. Esa es nueva.

Anajinn apretó los dientes, luchando por erguirse, ignorando el dolor, la fatiga y la debilidad. —Tú escogiste esta vida —se recordó en voz alta, en tono gutural aún para sus oídos—, acéptala, maldícela, nada más no te arrepientas de ella. —Su maestra le dijo esas palabras hace mucho tiempo. Muévete. Alzó su escudo una vez más y entrecerró los ojos.

Luz brillante chocaba y fulguraba a unos cien pasos de distancia. Cennis, el paladín herido, hacía gestos desaforados. El otro paladín, al que Anajinn lanzó a través de la posada, estaba ahí. Así que fue él quien me atacó por la retaguardia. Lanzaba energía contra alguien más, alguien sin armadura que esgrimía una espada…

—Oh, niña tonta. —Murmuró Anajinn. Su aprendiz tendía a desobedecer órdenes. Igual que yo, pensó con ironía. Sin embargo, la joven no era estúpida. Le faltaba experiencia, pero no era estúpida. Si no hubiera entrado a la lucha, Anajinn estaría muerta. El segundo paladín habría acabado con ella.

Anajinn vio al posadero en el suelo, inmovilizado por el poder del paladín, y, a juzgar por el tono morado de su rostro, cerca de sofocarse. Ella se arrodilló y disipó las ataduras con un gesto casual.

Jadeos profundos y roncos surgieron de la garganta de Reiter cuando abrió los ojos.

Anajinn frunció el ceño. Los ojos del posadero eran completamente blancos, estaba ciego. Había una columna de humo a cierta distancia. La herrería, supuso Anajinn mientras negaba con la cabeza. Sólo podía imaginar lo que Cennis hizo ahí, pero eso era problema para más tarde.

Estás bien. —le dijo Anajinn a Reiter. Ojalá yo pudiera decir lo mismo. —Levántate, tienes que dejar la calle. —La guerrera divina echó un vistazo al frente. Su aprendiz se mantenía firme. Cennis estaba herido y el otro paladín un tanto golpeado después de atravesar un edificio; luchaban vacilantes. Su aprendiz casi danzaba en círculos a su alrededor.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Anajinn. —Apresúrate por favor. —El posadero intentó responder, pero las palabras surgieron como resoplidos de temor. Lo siento, quería decir él. Anajinn le dio palmaditas en el hombro. Podía verle la culpa escrita en el rostro, grabada incluso en sus ojos en blanco. —No te tratarán amablemente si te encuentran. Escóndete bien. —Finalmente, Reiter logró incorporarse y corrió de manera precaria, con las manos extendidas frente a él.

—Escóndete bien. —Le susurró Anajinn. Ella no le dijo que intentara huír del pueblo, pues tenía bien claro que la mayoría de la gente en su sano juicio no intentaría cruzar el desierto de Kehjistán sin una caravana y provisiones suficientes. Un hombre ciego, alguien que recién se convirtió en ciego, no tendría oportunidad.

Para mantener a Reiter y al resto del pueblo a salvo, los paladines tenían que morir.

Ella vio a Cennis cojear en dirección a su aprendiz. La muchacha se acercaba y se alejaba de los paladines. No llevaba armadura y, gracias a su agilidad, logró abrir una pequeña herida en el brazo del segundo paladín mientras detenía su ataque con una muralla de poder.

Anajinn regresó tambaleándose a la batalla con una sonrisa adusta dibujada en el rostro. ¿Qué clase de maestra sería si dejase que su aprendiz acaparara la diversión?

***

—Por acá, Lilsa. —Dijo Bea. Era difícil mantener su voz tranquila, pero lo logró. Avanzaron sigilosamente junto al muro lateral de la tienda, aproximándose a la calle. —Sólo un poco más.

Lilsa se aferraba a su mano y parecía asustada, pero no lloraba ni gritaba. —¿Vencerá la guerrera divina a los hombres malos?

—Claro que sí —dijo con más confianza de la que sentía—, encontremos a tu padre. —Había visto a Reiter avanzar tambaleándose hacia el otro lado de la calle. Miedo le oprimió el estómago, pues parecía seriamente lastimado e incoherente.

Se escuchó un gran estruendo y hubo un estrepitoso derrumbe, puntuado por el crujir de la madera y los muros. Bea permaneció inmóvil hasta que cesó el ruido, dejando sólo la furia de la batalla.

Al echar un vistazo por la esquina, se le hizo un nudo en la garganta.

La Posada Oasis, su hogar, y la botica vecina, estaban en ruinas. Un terrible impacto derribó ambas desde los cimientos. Bea susurró una oración. Ella creyó haber visto al doctor y a su esposa salir de la botica antes del derrumbe. Esperaba que así fuera.

Al otro lado de la calle, en un callejón, Bea vio a alguien trastabillar. Iba apoyándose en los muros. Reiter. Para llegar a él, Bea y Lilsa tendrían que cruzar la calle a plena vista de los combatientes.

Acabarán con el Reposo de Caldeum si siguen con esto, se dijo Bea. A juzgar por el poder que descargaban con singular entusiasmo, parecía que ocultarse detrás de un edificio no constituía protección alguna. Era probable que avanzar no presentara mayor peligro que permanecer ahí.

Ella respiró profundo y tomó a Lilsa en brazos. —¿Lista para reunirte con tu padre? —Lilsa asintió.

—Vamos, pues. —Bea echó a correr hacia la calle.

***

Gruñendo, Cennis siguió lanzando martillo tras martillo contra las dos herejes. Sin embargo, la que llevaba armadura bloqueaba sus ataques y la joven los esquivaba; una y otra vez.

La muchacha se aproximó y atacó de súbito. Su espada rebotó en la placa que cubría el antebrazo del paladín. Fue pura suerte que no le cercenó el brazo por el codo expuesto. Cennis dejó que se alejara y creó otro martillo, detrás de ella esta vez.

La aprendiz giró y alzó las manos para rechazar el golpe, pero Cennis permitió que éste se disipara antes de lanzar un ataque frontal. Ella usó su espada y el martillo chocó contra acero en lugar de carne, sin embargo, el impacto la proyectó varios metros hacia atrás. Con una sonrisa, Cennis encaró a la guerrera divina. Anajinn aún luchaba con brío, y miraba a ambos paladines con determinación fría, pero el poder de sus ataques disminuía. Como debía ser. Como sucedía con todos los enemigos de la Mano de Zakarum al enfrentarse a la justicia. Ella atacó con su mangual una, dos, tres veces… fallando por centímetros.

—Hora de morir. —Dijo él.

—Como bien dices. —Súbitamente aparecieron dos guerreras divinas… tres… cuatro… cargando…

Al son de un grito, Cennis atacó con desesperación mientras dos figuras traslúcidas se aproximaban. Cada una de ellas esgrimía un mangual que silbaba al cortar el viento. Los golpes del paladín alcanzaron a ambas y éstas se desvanecieron cual humo en la brisa.

El segundo paladín no fue tan veloz. Las otras dos Anajinns descargaron sus manguales y trozos del hombre volaron en direcciones distintas. La niebla se desvaneció y ahora sólo quedaba una Anajinn. Ella se recargó en su escudo, pero le esbozó una sonrisa pequeña y salvaje.

—Dime, paladín. ¿Acaso tus ancianos te arrastraron hasta las garras del mal, o te entregaste por voluntad propia?

Cennis le clavó una mirada enloquecida. La aprendiz regresaba a la lucha, de modo lento —adolorida— pero seguro. El paladín permaneció inmóvil por unos instantes y luego se volvió y huyó cojeando; sangrando.

El hombre escuchó a Anajinn refunfuñar. —No me obligues a perseguirte. —El paladín mostró los dientes mientras furia y miedo luchaban en su mente. Tengo que huir, tengo que matarla. Tengo… tengo…

En la calle, un poco más adelante, una figura entró a un callejón. Cennis la siguió.

***

Anajinn aguardó a que llegara su aprendiz. —Pudo haber sido peor —dijo la guerrera divina con una sonrisa que mostraba dolor.

La aprendiz estaba recuperando el aliento. —El paladín… esposa del posadero…

La sonrisa de Anajinn se desvaneció. —¿Dónde? —La joven señaló un callejón al frente. Cennis desapareció al entrar en él.

De algún modo hallaron la fuerza para correr en pos de él.

***

—Reiter —Bea colocó sus manos sobre las mejillas de su esposo. —¿Qué te hicieron?

Sus ojos blancos se movían en todas direcciones. —No veo nada. —Su voz denotaba tensión y agarró las muñecas de su esposa como si tuviera miedo de que ésta fuera a abandonarle. —Se llevó… no puedo ver. ¿Estás herida? ¿Lilsa? ¿Está aquí?

—Aquí estoy. —Dijo Lilsa. La niña tenía los ojos muy abiertos y brillaban a causa de las lágrimas.

Reiter se agachó sin mirar en la dirección correcta, extendiendo los brazos ciegamente. —¿Lilsa? —Finalmente sus manos la hallaron y la jaló hacia él. Se mecía de atrás hacia adelante, buscando la mirada de Bea con sus ojos. —Lo siento —dijo con voz ronca—, por favor, perdóname.

—Ya no importa —respondió Bea con cuanta firmeza pudo. —Creo… —Escuchó por un momento. Ya no se escuchaban sonidos de batalla. —Creo que terminó la lucha.

—¿Quién ganó? —Susurró Reiter.

Bea abrió la boca para decir no lo sé, pero otra voz le interrumpió. —La Mano de Zakarum siempre gana, escoria.

Lilsa gritó.

***

Era imposible confundir ese grito, una niña. —Rodea el edificio. —Dijo Anajinn suavemente.

La aprendiz negó con la cabeza. —No voy a dejarte.

—No te estoy preguntando, rodea el edificio. —Ya no había suavidad alguna en la voz de la guerrera divina. La joven asintió de mala gana y cojeó en torno a la estructura, parecía ser el taller de un tonelero.

Anajinn esperaba que el posadero y su familia ya hubiesen dejado la zona, pero jamás dejaba todo a la esperanza. —Paladín —clamó Anajinn—, ¿en verdad pretendes involucrar inocentes en nuestra lucha?

Una sombra apareció al borde del callejón. —En este pueblo no hay inocentes —respondió una voz furiosa—, no cuando su gente ofrece refugio a alguien como tú.

Anajinn tensó la quijada y alzó su escudo. Sospechaba que apelar a su misericordia sería más que inútil. Alimentar su orgullo, no obstante…

—¿Te ocultas entre las sombras, entonces? —Necesitaba sacarle de ahí para que su aprendiz tuviera la oportunidad de flanquearlo. —¿Así luchan los sirvientes de la fe?

Con un rugido salvaje, Cennis salió del callejón. El corazón de Anajinn dio un vuelco. El brazo izquierdo del hombre rodeaba la garganta de Bea y su puño derecho se encontraba a centímetros de su oreja. Lo que era peor, llevaba a Lilsa en brazos. La niña se aferraba al abdomen de su madre, mirando al hombre que las tenía de rehenes.

Saltaron chispas del puño derecho del paladín. Bea ni se inmutó cuando éstas tocaron su piel. Bien, pensó Anajinn. No le muestres nada. Que tu hija no vea nada.

—¿Cuán orgullosos estarían tus ancianos si te vieran? —Dijo Anajinn. —¿Cuán orgullosa estaría la congregación en los templos de Travincal al ver que un campeón de su fe se oculta cobardemente detrás de una mujer embarazada y una niña?

Cennis rió, era una risa desesperada. —No hay congregación, no más. Travincal… no creo tener ancianos tampoco, pero llevaré a cabo la tarea que me asignaron.

—¿Qué tarea?

—Herejes, siempre hay miles de herejes. Sé lo que eres. —Su risa cuasi enloquecida hizo eco por la calle. —Pocos en mi orden saben esto, pero yo lo sé. Piensas que nos hemos corrompido, que estamos malditos, pero ustedes nos abandonaron, guerrera divina. Tú y los de tu calaña huyeron, no enfrentaron nada. Se escondieron en los pantanos. Nosotros permanecimos para lidiar con el problema.

—¿Eso dijeron tus ancianos? Te mintieron.

Fue como si no le hubiera escuchado. Su expresión cambió de ira a horror en un instante. Miraba a mil kilómetros de distancia, veinte años atrás. —¿Por qué huíste? ¿Por qué me abandonaste? —Brotaron lágrimas de sus ojos y su voz se tornó infantil. —Las cosas que me hicieron… las cosas que me obligaron a hacer… ¿Por qué no me ayudaste? ¿Sabías acaso? ¿Sabías lo que me tenían preparado? Me forzaron a odiar, me llenaron de odio. —Su puño tembló, pero no se alejó de la cabeza de Bea.

—Sabíamos lo suficiente —respondió Anajinn con suavidad. —El mal ya había consumido los cimientos de Zakarum. No podíamos salvarla, no por cuenta propia, así que buscamos algo que pudiera.

—¿Lo encontraste? —La voz infantil de nuevo, esperanzada.

—Aún no.

—Entonces no sirvió de nada; de nada. —Cennis parecía estar cerca de estallar en llanto. Luego, el niño desapareció y regresó el paladín. Su mirada se endureció. —Baja tu arma, guerrera divina, suelta tu escudo y quítate la armadura o las mataré. —Su brazo ejerció mayor presión en torno a la garganta de su rehén. Los ojos de Bea se clavaron en los de Anajinn, suplicando, no por su vida, sino por la de Lilsa.

Reiter salió a rastras del callejón, mirando de lado a lado sin ver nada. —No —chilló—, mi familia, piedad, por favor. ¡Piedad!

—¡Hazlo, guerrera divina!

Anajinn vio a su aprendiz mirando por la esquina del edificio del tonelero, detrás de Cennis. También notó que negaba con la cabeza. Anajinn exhaló. Su aprendiz no podía hacer nada, no con el paladín enfundado en su armadura y rehenes de por medio. Cualquier ataque lo suficientemente poderoso como para matarlo acabaría también con Bea y Lilsa.

La guerrera divina sintió paz inundar su cuerpo y dejó que la empuñadura de su mangual se deslizara entre sus dedos. Su arma cayó al suelo.

—Quiero que sepas algo, Cennis. —Anajinn clavó su escudo en la arena y éste permaneció erguido. —Quiero que tengas esperanza. —Sus guanteletes chocaron contra la arena, luego su coraza. La camisa sencilla que llevaba debajo aún estaba manchada de sangre y sudor. —No encontré lo que buscaba, tampoco mi maestra, ni su maestra antes que ella. —Tiró las hombreras y luego los quijotes. —Pero, a pesar de todo, no me arrepiento. Alguien hallará lo que necesitamos. La fe será purificada y no importa lo que hagas conmigo. —Las botas se las quitó de manera despreocupada. —Aún no llego al fin del camino. Mi cruzada continuará.

Anajinn vio la esperanza de un niño dibujarse en el rostro de Cennis. El momento fue pasajero y en sus ojos sólo quedaron intenciones asesinas. El paladín extendió su brazo derecho y un martillo fulgurante voló hacia la guerrera divina.

Ella mantuvo los ojos abiertos y una sonrisa hasta el final.

***

Bea cerró los ojos con fuerza. Momentos después, el sonido se disipó y el brazo del hombre dejó su garganta.

—No te atrevas a moverte, mujer. —Gruñó el paladín. Ella asintió, pero éste ya iba caminando hacia Anajinn.

Bueno, hacia lo que quedaba de ella. Bea mantuvo a Lilsa cerca, impidiendo que se volviera para ver la escena. Brotaron lágrimas de sus ojos.

—Considero que sí llegaste al fin del camino —se burló el paladín mientras pateaba la coraza de la guerrera divina—. Parece que tu búsqueda ha terminado.

—Claro que no.

Bea y el paladín se volvieron hacia la voz. La aprendiz sostenía su espada en la mano. Con un rugido, el paladín le lanzó un martillo.

Hubo un sonido ensordecedor y una gran nube de fuego estalló en el punto donde se encontraba la joven. De la aprendiz de la guerrera divina, nada de nada.

Por un instante.

Descendió luz desde los cielos y la aprendiz con ella. El paladín la vio venir; una mirada de alivio infantil cubrió su rostro.

Y luego nada.

La aprendiz se arrodilló junto a su maestra y susurró algo que Bea fue incapaz de escuchar. Sin embargo, no era posible confundir los destellos de luz que caían sobre la arena: lágrimas.

La adolescente se incorporó y tomó el escudo de Anajinn.

—¿Bea? —Dijo Reiter con voz ronca. —¿Bea? ¿Estás herida?

Bea corrió hasta él. —Estoy bien, Lilsa también.

—¿Anajinn? —Su voz tembló. —¿Acaso ella…?

—Aquí estoy. —Respondió la aprendiz. Bea la miró confundida.

—Reiter ladeó la cabeza. —¿A-Anajinn? ¿Eres tú?

—Sí. —La aprendiz se ajustó la última pieza de la armadura de la guerrera divina y caminó hasta Reiter. Después de colocar cuidadosamente una mano en la frente del hombre, la joven abrió el libro de leyes de Anajinn. Luego, comenzó a recitar con suavidad un pasaje distinto. Reiter parpadeó varias veces mientras volteaba de lado a lado. Sus ojos ya no eran completamente blancos. Sus pupilas restauradas iban y venían. La aprendiz suspiró. —No puedo hacer más. ¿Estás bien?

Reiter miró directamente a Bea. —Puedo… No es… Está borroso. —Dijo entrecerrando los ojos. Posteriormente miró a la muchacha. —Gracias, Anajinn. —Había incertidumbre en su voz. Bea cayó en la cuenta de que podía ver la forma de su armadura y no mucho más. —Suenas distinto.

—Supongo que sí. —Respondió Anajinn.

El Fin del Camino

Guerrero divino

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