La solemnidad era lo único que le quedaba a Benu mientras sus captores lo conducían hacia el crepúsculo. Frente a ellos se encontraba el hogar de la tribu del Valle Nublado, el cual, ante sus ojos, tenía la misma apariencia que la aldea de las Siete Rocas. Chozas con tejados de quincha rodeaban un área central abierta donde ardía una hoguera. Había vasijas manchadas de sangre en las cercanías que parecían anhelar las ofrendas que pronto las llenarían.

Benu no celebraba el Te Wok Nu’cha, pues el deseo de vivir de Adiya le había marcado profundamente. Aún ahora, la mirada de la mujer le exhortaba a desafiar su herencia y atacar a sus captores. Tal acto estaba prohibido, era algo impensable.

Las ofrendas del Valle Nublado sólo eran tres: Benu, Adiya y un santero anciano conocido como Edwasi. Al aproximarse a la hoguera, solemnes encargados dieron la bienvenida al grupo. Otros aldeanos cantaban, tocaban los tambores y bailaban como parte del ritual.

Después de que les quitaron sus armas y máscaras, los tres fueron colocados en mesas bajas dentro de una choza con paredes de pasto y se les cubrió con aceites cítricos. Los cautivos fueron embadurnados con un icor especial, un agente que protegería sus cuerpos de la putrefacción en las horas venideras. Del lado opuesto de la habitación, Edwasi respiró profundo para calmar su ansiedad.

Adiya miraba a Benu con impotencia desde la mesa contigua y estiraba su mano hacia él. Éste se sintió enfermo de súbito.

Después de completar su labor, los encargados dejaron la choza. En el umbral se encontraba un hombre grande y musculoso que blandía una hoz de hueso con forma de luna creciente. Benu desconocía su nombre, pero su impresionante penacho indicaba que era un sumo sacerdote anciano. Detrás de él se encontraban otros de su casta. Llevaban atavíos adornados con plumas coloridas y sostenían efigies de mojo con las manos.

El sumo sacerdote principal hizo un gesto con la barbilla y retrocedió un paso, para después alejarse de la choza. Dos hombres con faldas entraron a la habitación y agarraron a Edwasi de las muñecas. El santero anciano no se resistió a sus escoltas mientras le conducían al exterior y lo presentaban al sumo sacerdote. Edwasi aceptó su destino.

A través de la puerta abierta de la choza, Benu observó la ceremonia como si la estuviera viendo por primera vez. Los participantes llevaron a cabo las mismas acciones de las que había sido testigo en los Iganis a lo largo de su existencia. Se dijeron palabras, la sangre de Edwasi fue derramada, los encargados recolectaron sus órganos en vasijas mientras los demás aldeanos cantaban. El ritual y toda su pompa no habían cambiado, pero carecían de sustancia para el joven santero.

—Nosotros los umbaru ocultamos nuestra violencia sin sentido con melodías enardecedoras. —Escupió Adiya.

Para este momento, supuso Benu, el espíritu de Edwasi ya habría dejado el mundo. El joven santero recordó de súbito los fantasmas confundidos que vio en la Mbwiru Eikura, destrozados al caer en la cuenta de que las cosas no eran como les habían dicho.

—Una vida truncada, ¿con qué objeto? —Siseó Adiya. —No tenemos que terminar así, hay otro camino.

El corazón de Benu palpitaba con fuerza, su mente un torbellino. —Son muchos y nosotros sólo dos, ¿qué podemos hacer?

—Con gusto ofrecemos carne umbaru a los espíritus, pero se nos prohíbe comerla, ¿alguna vez te has preguntado por qué?

Benu se horrorizó ante lo que implicaba. —¡Los espíritus maldicen a los kareeb!

—Más historias creadas por los sumos sacerdotes, —dijo Adiya, restándole importancia a las palabras de Benu con un ligero ademán. —He escuchado secretos en compañía de mi esposo. Mencionó leyendas que cuentan que comer carne de santero abre el camino hacia la divinidad. Se crearon mentiras para que la verdad nunca fuese descubierta. Sin embargo, tú, campeón, eres sabio y tomarías este poder como propio. Con él tendrías la posibilidad de reformar nuestra cultura devastada; nadie podría detenerte.

Benu miró a Adiya fijamente, cuyos ojos se mostraban imponentes y sinceros.

—Desafía a nuestros asesinos cuando se aproximen, —susurró Adiya. —Sígueme y los umbaru florecerán en una época de luz, no de oscuridad.

Como era de esperarse, los hombres con faldas regresaron. Sus brazos y pechos manchados de sangre. Intentaron agarrar a Adiya de las muñecas pero, de modo inesperado, fueron recibidos con furia bestial.

La mujer saltó sobre la mesa y luego hacia el frente. Tomó con ambas manos la cabeza de uno de los hombres y giró con la inercia del ataque. Un chasquido hueco reveló su éxito. Antes de que el otro pudiese reaccionar, los fríos dedos de Adiya se prensaron de la parte posterior de su cuello. Ella jaló hacia abajo la cabeza de la desafortunada víctima y descargó un rodillazo contra su nariz. El hombre se desplomó; inmóvil.

Benu no podía creer lo ocurrido, ni comprendía la velocidad y precisión con la que los hombres fueron despachados. Jamás había visto tal ferocidad. Adiya tomó la mano del joven santero y lo obligó a salir corriendo de la choza.

Los aldeanos del Valle Nublado estaban furiosos. Adiya empujó al anciano sumo sacerdote al pasar. Éste, pese a que se encontraba armado, no pudo más que mirarlos con estupefacción. La mujer se abalanzó sobre las vasijas que contenían los órganos de Edwasi. Retiró las tapas una por una mientras la multitud retrocedía, maldiciendo sus actos pero sin saber qué hacer.

—¿Ves lo patéticos y dependientes de reglas que son? —Preguntó ella. —Hay tantas imperfecciones en los umbaru… matamos y morimos, no por honor sino por miedo.

En el interior de una vasija azul de barro cocido halló lo que buscaba: el corazón caliente e inmóvil de Edwasi. Adiya lo tomó y lo acercó a su rostro. —Somos superiores a las injusticias que hemos sufrido.

La mujer mordió la carne suave como si se tratara de fruta madura. Todavía salía sangre a borbotones del corazón como si éste aún entregase vida. Los aldeanos gritaron, nunca habían sido testigos de tal sacrilegio.

Adiya tragó un bocado, perturbando aún más a los espectadores, y sonrió ante su malestar. Ella comenzó a temblar y, sin advertencia alguna, surgió luz violeta de su ser; iluminando el cielo gris, así como las estructuras cercanas. Aquellos que se encontraban más próximos se dispersaron asustados, buscaban desesperadamente recuperar la seguridad que tenían momentos atrás.

Mirando con furia a la tribu en retirada, Adiya gritó. El anciano sumo sacerdote tiró su arma e intentó escapar con torpeza. Satisfecha con la privacía, se volvió hacia su potencial amante, quien se encontraba inmóvil. La forma de la mujer no presentaba cambio alguno, pero destilaba poder.

—Únete a mí, —su voz amplificada y con eco. —Mata al sirviente que reside en tu interior.

Con esas palabras alzó su palma radiante y le ofreció a Benu el corazón mordido. Este, comprendió el joven santero, era el momento del que habló Adiya.

Los gritos de la gente del Valle Nublado provenían de todas direcciones ahora que el shock inicial comenzaba a disiparse. Benu sabía que atacarían pronto. Muchos de ellos se encontraban armados con dagas y lanzas.

Benu dudó. Esta era la promesa de una nueva vida, libre de mentiras, libre de guerras sin sentido y de la carga de las costumbres. Recordó todo lo que había visto y percibido: los espíritus atormentados en la Tierra Inconclusa, la advertencia, las súplicas provenientes de la Mbwiru Eikura, el santero hereje que se rebeló contra las vías antiguas…

Pero ese hombre no era un kareeb, ni había buscado luchar. Fue Benu quien atacó primero, haciendo inevitable el derramamiento de sangre. El hereje desafió las leyes para evitar la muerte de su maestro —salvar una vida— no para convertirse en deidad entre los mortales.

En el Umbral de la Duda

Santero

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