Vivir es sacrificar, sacrificar es vivir. Benu susurró al aire húmedo mientras varios cuerpos pintados se movían a su alrededor. El Igani Bawe había llegado una vez más, mucho antes de lo esperado. Los aldeanos de las Siete Rocas se preparaban para la guerra que comenzaría al amanecer. Las batallas, por lo general, seguían el cambio de estaciones, pero sólo había transcurrido una semana desde el último Igani.

Benu se encontraba sentado con la espalda hacia la hoguera en la parte central de la aldea. Pensaba en los eventos recientes y observaba como se agitaba la sombra de su delgado cuerpo mientras las llamas intentaban arañar el cielo. Guwate’ka y los demás sumos sacerdotes dijeron que los espíritus clamaban guerra por los actos del hereje de las Cinco Colinas. Pese al silencio de Benu, los rumores de Zuwadza y su discípulo se diseminaron rápidamente por las rutas comerciales de los umbaru en épocas de paz. Se rumoraba que el hereje incluso asesinó a sus compatriotas cuando éstos le hallaron. Al final, tanto él como su maestro se internaron en la jungla y desaparecieron. Nadie sabía nada de ellos desde entonces.

A los rumores siguieron historias. Algunas describen al santero errante como un loco que masacró a los guerreros de las Siete Rocas por pura sed de sangre. Otras que el hereje devoró la carne de los santeros muertos y se convirtió en un caníbal, un kareeb. Tal cosa era impensable pues la entrada a la Mbwiru Eikura le era negada a cualquiera que hiciese tal. Benu ignoró todo esto como las habladurías carentes de fundamento que eran.

—¡Con este Igani purificaremos aquello que ha sido mancillado! —Gritó Guwate’ka y las voces de los demás sumos sacerdotes hicieron eco. —Aseguraremos a los espíritus que permanecemos fieles.

Los aldeanos en torno a Benu rugieron su aprobación, pero éste permaneció en silencio. Ya no sentía orgullo por el Igani. La claridad de ser y de propósito que alguna vez le proporcionó el ritual se había esfumado. Sólo quedaba duda, una inquietud pesada y persistente asentada en el centro de su estómago. Aún aquí, rodeado por sus compatriotas y honrado por las canciones de su gente, no podía dejar de pensar en la confusión que presenció en los espíritus cuando entró al Trance Fantasmal. El recuerdo y la advertencia que surgió de las profundidades le abrumaba en sueños y aún estando despierto.

¿Había sido un fragmento de su imaginación o era real? Se sintió dividido entre la necesidad de tener fe en las palabras de los sumos sacerdotes y el deseo creciente de cuestionarles.

Benu cerró los ojos y sacudió la cabeza con disgusto. ¿Qué es esta enfermedad en mi interior? Los espíritus de la Mbwiru Eikura no están molestos. ¿Por qué ahora, después de una vida de claridad, cuestiono los caminos de mi gente?

El joven santero se volvió hacia el fuego para ver a Guwate’ka entrar al Trance Fantasmal; luz azul se reflejaba en sus rasgos. Benu se incorporó y se sumó al baile a orillas del fuego, tratando de convencerse de que todo lo que había visto no era más que el remanente de la maldición recibida. Los sumos sacerdotes eran infalibles, su conexión con la Mbwiru Eikura se encontraba más allá de su comprensión.

Cubierto de sudor, Benu se entregó a la música y al baile y sus preocupaciones se disiparon. Por un breve instante, el ritual reavivó de nuevo su orgullo; ansiaba el combate honorable que se desarrollaría mañana.

El joven santero sintió de súbito que la Tierra Inconclusa y los espíritus lo llamaban una vez más. La sensación era funesta, casi frenética. Notó movimiento por el rabillo del ojo, algo entre las sombras cercanas al fuego. Docenas de oscuras manos espectrales se estiraban en su dirección, agarrando y arañando.

Los espíritus… vienen a tomar venganza por las mentiras que les dijeron, pensó Benu mientras retrocedía trastabillando. Al mirar hacia el fuego una vez más, no había nada fuera de lo ordinario.

Mi mente me está jugando malas pasadas, musitó. Pero no podía sacudirse la inquietud. El mundo le pesaba. Los cuerpos, la pintura y las plumas se mezclaban en un sofocante océano de color y sonido.

Benu caminó tambaleándose en dirección opuesta al fuego, entre las chozas vacías; jadeaba. Una mano fría salió de la oscuridad y le apretó el hombro. Con la velocidad de una araña tumularia se volvió sin saber qué le aguardaba. Ahí, entre las sombras, se apreciaba el rostro de una mujer. Una hermosa mujer.

—Benu —dijo ella—, es extraño que evites el ritual esta gloriosa noche.

—¿Quién eres? —Preguntó. Su voz recuperándose de la sorpresa.

—Soy Adiya, esposa de Guwate´ka.

Benu bajó la vista como señal de respeto. No era digno de mirar a la esposa de un sumo sacerdote. Todas las mujeres que tenían esa exaltada posición rara vez dejaban sus chozas, aún durante la ceremonia.

Adiya deslizó delicadamente su mano bajo la barbilla de Benu, levantándola hasta que sus miradas se cruzaron. —Tienes mi permiso para mirar. Vine a ver si los espíritus dijeron la verdad sobre ti…

—¿Cómo? —Benu comenzó, pero Adiya colocó un dedo sobre su boca, silenciándole.

—Dicen que algo te inquieta, algún tipo de enfermedad. Yo también la veo.

Benu desvió la mirada, consternado de que alguien entre su gente supiera de la confusión que le plagaba.

—No te avergüences, estás en buena compañía. Los sumos sacerdotes me consideran una sanadora. Es posible purgar de tu mente este persistente veneno. —Dijo ella.

—¿Habrías de sanarme entonces?

—Habría de, —le aseguró con afectuosa energía que era difícil definir. Adiya acarició el brazo de Benu con sus dedos y luego tomó su palma húmeda.

—Ven.

Benu accedió, atraído por la confianza de la mujer. Una vez que las luces de la aldea se convirtieron en intocables estrellas en la distancia, Adiya se detuvo e hizo una seña al joven santero para que éste se arrodillara sobre un tapete tejido. Frente a él se encontraban las herramientas de su oficio: su pintura corporal, su daga enjoyada, su temible máscara con cuernos —adornada con plumas— que tenía las facciones de un rostro inhumano, así como diversas pociones y talismanes.

Adiya sólo parecía ser un poco mayor que Benu. Era atractiva, fuerte, pero con suavidad en sus definidas caderas. Su rostro besado por el sol tenía un color profundo, cual corteza de árbol saludable. El viento agitaba las plumas salvajes que adornaban los brazales metálicos en sus muñecas y tobillos.

—La pintura —dijo mientras tomaba un puñado de la granulosa pasta—, extraída de la médula de las bestias más temibles de la jungla. Que te proporcione valor cuando enfrentes a tus enemigos. —Adiya embadurnó la mezcla sobre el rostro de Benu.

—Una daga de garra, mortífera como la gigantesca criatura a la que perteneció. Con cuidado y precisión guiarás su filo hambriento. —La mujer ajustó la funda del arma en torno a la cintura de Benu.

El santero se congeló cuando Adiya se inclinó hacia adelante y presionó sus labios contra los suyos antes de que pudiera volverse. —Un beso para demostrar que somos uno en esto, —dijo posteriormente.

—Una máscara, surgida de las pesadillas de nuestros antepasados —prosiguió Adiya mientras le ponía a Benu el rostro de madera—, para rechazar a los espíritus que conspiren contra el éxito de nuestra cacería.

Adiya lo miró fijamente. —El honor va más allá de una muerte hueca en batalla.

El ojo de Benu tembló ligeramente ante tal insinuación. —No hay muerte hueca en el Igani.

—¿Es eso lo que crees, o lo que te han enseñado? —Preguntó Adiya. —Los espíritus dicen que caminas dos senderos y que te tambaleas entre destinos. Un lado siempre un hijo de las Siete Rocas, buscando la gracia que nunca podrán dar los sumos sacerdotes. El otro un fuego salvaje, implacable y brillante; que trae renovación y vida a estas selvas estancadas. Mañana tendrás que elegir.

Sus palabras rayaban en la herejía, pero Benu no podía ignorar el hecho de que, en cierto modo, constituian un reflejo de su conflicto interno. —¿Qué es lo correcto? —Preguntó. —¿Qué beneficios trae una opción por encima de la otra?

—No me corresponde dar tales respuestas. Yo sólo aconsejo, pero considera que los espíritus se encuentran agitados. Dicen que nosotros los umbaru ya no somos únicos, ni dignos de celebración. Dicen que nos engañamos a nosotros mismos cuando decimos que nuestros sacrificios son por el bien de nuestra gente. Dicen —Adiya dudó—, no, no me corresponde; no soy una suma sacerdotisa.

—Habla, no juzgaré, —Benu se encontraba cautivado.

Adiya susurró. —Dicen que estamos ciegos.

El pulso de Benu se aceleró cuando los recuerdos del santero hereje cruzaron su mente.

—Los sumos sacerdotes actúan como si hablaran con los espíritus a diario, pero no es así. —Prosiguió Adiya. —Por lo general, Guwate’ka y todos los de su posición sólo echan miradas pasajeras a la Tierra Inconclusa. El Igani, las leyes que rigen nuestras vidas, existen para que los sumos sacerdotes puedan controlarnos y reprimir lo que somos.

—He jurado preservar nuestras costumbres, —respondió Benu sin convicción.

—Has visto evidencia en la Mbwiru Eikura de que las cosas no son como dicen los líderes, ¿sí?

Benu tragó saliva sin saber qué tan seguro era divulgar lo que había presenciado. —He visto muchas cosas en la Tierra Inconclusa, algunas son verdaderas, otras meras interpretaciones. Tal es la naturaleza de ese sitio.

Adiya miró a Benu a los ojos, entrecerrando los propios. Su boca mostró una amplia sonrisa mientras juntaba las palmas. —Sí, sí. Has visto algo. Los espíritus dijeron la verdad.

De súbito escucharon voces cercanas que hacían eco en las paredes de la choza. Dos hombres deambulaban por las afueras de la aldea. Adiya se agachó y Benu hizo lo mismo. La piel le escocía por el miedo de ser descubierto, no sólo en compañía de la esposa de un sumo sacerdote, sino también cuestionando las enseñanzas de sus reverenciados líderes. Después de un momento, los hombres pasaron de largo y siguieron su camino.

—Conozco el precio que conlleva el puesto, —dijo Adiya. —Conozco la carga que llevas como santero —Frunció el ceño con ira—, esclavitud tácita. Vine a ti con esperanzas de liberación, para que cambies nuestras costumbres.

Benu miró la daga que pendía de su cintura y la máscara tallada sobre su rostro. —No comprendo, ¿por qué me ayudas a prepararme para el Igani si crees que las costumbres ancestrales están erradas?

—Para ver el camino verdadero primero has de examinar el equivocado. Al amanecer llevarás a cabo la cosecha como te fue inculcado, pero lo harás con ambos ojos abiertos. Esto es lo que predijeron los espíritus.

Adiya retrocedió un paso y miró su labor. —Ante mí no se encuentra un hombre, sino un santero, un guerrero de la Mbwiru Eikura. Un campeón, no un sirviente. Nunca lo olvides.

Benu se incorporó, tenía la mente repleta de radicales pensamientos de cambio. Las posibilidades de lo que quizá descubriría pronto le infundieron renovado vigor. Contaba con un propósito. Era lo más completo que se había sentido en días.

—Buena caza, —dijo Adiya.

En el Umbral de la Duda

Santero

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