Capítulo 4

"Las sombras desaparecen con la luz del día. Los huecos se pueden investigar. Ocúltate a plena vista y nunca te encontrarán." —Libro de Zei

Horas más tarde, Jia volvía a estar sentada en la cornisa del techo del templo de Tong-Shi, con la espalda hacia el friso de Zei y los pies en el aire. La Fortaleza del Consejo brillaba con las luces de los faroles como un collar en la garganta oscura de las Montañas Guozhi. Las chimeneas de la Forja Enterrada ardían con un carmesí profundo.

Ella quería irse. La Décima era su familia, pero sus hermanos y hermanas (en su mayoría) no eran niños. Ellos disfrutaban esta vida, esta batalla constante. Y ella, si lo pensaba bien, no.

Jia sabía que moriría peleando una guerra sin sentido por el amor de su familia y la lealtad estúpida que seguía sintiendo hacia su padre. Se quería ir pero el deber no la dejaba.

—Hola, nieta —dijo Shen el Codicioso tras aparecer de la nada en la cornisa, al lado de ella.

—¿Por qué lo hiciste? —inquirió Jia.

—Los niños deben saber quiénes son sus padres —dijo Shen y también dejó colgando sus pies en el vacío—. Si no, ¿cómo van a saber lo que no tienen que ser?

—Más bromas —dijo Jia y le dio la espalda.

—¿Piensas que es una broma? —dijo Shen, tajante—. Tu madre quiere gobernar esta ciudad sin oposición y toma medidas para erradicar a todas las Grandes Familias. Tu padre sabe que ella no se detendrá en la novena. Pronto, su amor condenado no bastará y este país pasará por otra guerra civil. Sé más sabia que ellos, nieta.

Jia lo miró. Las sonrisas relajadas ya no estaban. En su lugar, había más pena que lo que podría soportarse en cien vidas.

—¿También debo saber quién es mi abuelo? —Dijo ella finalmente. Shen se dio vuelta para analizar el friso de Zei, que escapaba de la ira de los dioses riendo. De perfil, ambos rostros eran iguales.

—Qué joven más apuesto —dijo Shen el Codicioso con una sonrisa ligera.

—¿Qué debo hacer yo? —dijo Jia luego de que un silencio le dejara en claro que Shen no diría nada más—. ¿Tratar de hacer que haya paz entre mi madre y mi padre? ¿Huir y esconderme?

—Haz lo que quieras —dijo él, acariciándole la mejilla—. La vida puede ser muy corta.

—Para los mortales, querrás decir.

Shen en principio no respondió.

—Mira todo esto. —Recorrió todo el paisaje de Zhou con la mano—. Hace mucho, eran prados con algunas manchas de tribus pequeñas. Había flores.

Luego, el mundo cambió. Las personas contaron historias y miraron hacia los cielos en busca de instrucciones y de seres más poderosos que ellos para que se las dieran. Las historias se convirtieron en leyes y obligaciones y las tribus crecieron y lucharon entre sí. Pensaron que no tenían otra opción. Y esperaron que se cumplieran los augurios.

Señaló el cielo con un gesto relajado. Un cometa ardiente, una bola fundida de fuego serpenteante y cola de ceniza, explotó a través de los cielos. Helada de asombro, Jia volteó hacia Shen el Codicioso.

—Yo no fui —dijo él con los ojos bien abiertos.

Ella rió.

—Escúchame —dijo él mirando la estrella fugaz pasar por encima de sus cabezas y caer hacia el sudoeste, a las tierras distantes más allá de la isla de Xiansai—. Tú tienes el corazón de tu padre y la ira de tu madre. Lo supe desde el momento en que lo vi a él llevarte a casa la primera vez. Le pedí que me dejara tenerte en brazos, obviamente. Tiraste de mi barba con tanta fuerza...

Al fin, Jia lo recordó: sus deditos enredados en esa barba rala que brillaba a la luz de la luna. Tendría que haber sido demasiado pequeña para recordar esa noche; sin embargo, ese recuerdo era suyo.

—Ahora —dijo Shen—, tú eres una hija de la Décima Familia y mi nieta. Pero no estás atada a nuestras decisiones y no eres un soldado de nuestras batallas.

Él tomó el mentón de Jia delicadamente y la miró a los ojos.

—No importa lo que nadie te diga: tú eres libre —dijo él.

A la luz de la estrella fugaz, Shen parecía inmensamente cansado, increíblemente viejo. Ella sabía, sin preguntárselo, que él seguiría esa estrella. Significaba algo para él.

No significaba nada para ella.

Por un largo rato, se quedaron sentados, haciéndose compañía en silencio. Luego, Shen olisqueó.

—¿Eso es pez pimienta sazonado? —preguntó poniéndose de pie.

Jia levantó las cejas.

—Será mejor que vayas a ver —dijo ella—. No sea cosa que se les termine.

—Tienes razón —dijo Shen, asintiendo con urgencia—. Guárdame esto. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos.

Dejó caer una sus innumerables bolsas en el regazo de Jia, apretó sus labios contra la coronilla de la cabeza de la chica y bajó patinando por las canaletas del templo en busca de ese olor increíble.

Jia miró dentro de la bolsa abultada. Sobre un montón de diamantes perfectos había una gema rajada y ennegrecida. Jia se dio cuenta de que era un tipo de joya protectora, una pensada para desviar ataques mágicos. Como el que el Tío Hao había lanzado contra Shen en la oficina del Padrastro.

Ella esperó hasta que el amanecer ardiera en el horizonte y se levantó, estirando las piernas y metiendo la bolsa en su armadura. Podía volver a la Hacienda Ambulante a desayunar. Podía disculparse con su padre. O encontrar un pasaje en un barco y ver las tierras que conocía solamente en libros.

Podía ir a cualquier parte.

La huérfana y el orfebre

Orfebre

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