III

—No soy un hereje, he seguido el sendero de la fe toda mi vida. —Reiter luchó por mantener su voz firme. Tres rostros impasivos tenían sus miradas clavadas en él y no sabía si le creían o no. —Sólo soy un humilde sirviente que tiene la esperanza de vivir según las palabras del sabio profeta Akarat. Estoy seguro de que tropiezo de cuando en cuando, pero yo…

El más chaparro de los paladines, un hombre delgado con rostro arrugado, y que sufría de calvicie, le interrumpió. —Eso es lo que nos preocupa. Parece que has tropezado —dijo empujándole con fuerza—. Le diste asilo premeditado a una enemiga de la fe y uno de los fieles murió tratando de rectificar eso; uno de nuestros hermanos.

—¡No, no! —Reiter dejó escapar un grito ahogado mientras el paladín le azotaba contra la pared. Las tablas de madera crujieron a causa del impacto. —¡Cuando tu hermano pidió mi ayuda, se la di sin reservas!

—Con Amphi muerto, sólo tenemos tu palabra al respecto —dijo el segundo paladín—, pero sabemos que de todos los edificios en este pueblucho dejado de la mano de Akarat, la hereje decidió quedarse en el tuyo.

—No puedo ver qué hay en el corazón de las personas que entran por mi puerta. —Reiter suplicó. El primer paladín estrujó con fuerza el hombro de Reiter, quien dejó escapar un chillido de dolor. —¡No estoy ocultando nada! ¡Les he dicho todo lo que recuerdo y ella no ha vuelto en años!

El tercer paladín habló. —Nos dijo su nombre. Anajinn, eso es más de lo que sabíamos antes.

El primer paladín negó con la cabeza. —Todavía creo que está ocultando algo. —El hombre usó una mano para mantener a Reiter inmovilizado contra la pared y acercó la otra a su rostro. Una luz fulgurante danzó entre sus dedos. —Quiero que entienda la gravedad de la situación. —Reiter intentó soltarse sin éxito. Chispas saltaron del puño del paladín y una cayó sobre la nariz de Reiter. Éste gritó mientras el dolor pasaba a través de su cráneo.

—Suficiente, Cennis —dijo el tercer paladín—. Si lo que escuchamos es cierto, si la guerrera divina se encuentra en esta zona, la hallaremos. No puede ocultarse en el desierto para siempre sin visitar este oasis. No hay necesidad de atormentar más a este pobre tonto.

—Yo estoy a cargo, no me cuestiones. —El primer paladín acercó su mano lentamente al rostro de Reiter.

—Suficiente. —El segundo paladín tomó con fuerza el brazo del primero y ambos hombres se miraron duramente por unos instantes. Reiter, parpadeando a causa de las lágrimas, temía que terminaran peleando entre ellos. Sin embargo, eso le asustaba mucho menos que la idea de ser el blanco de su furia.

—Está bien. —El primer paladín soltó a Reiter, quien se agarró el hombro izquierdo y cayó de rodillas, respirando con dificultad. De su nariz escurría moco. —Tal vez tengas razón. Las noticias de Travincal, los templos… Quizá me precipité un poco, mas no pediré disculpas.

—No hay necesidad —dijo el segundo paladín—. Aunque lo hizo sin darse cuenta, el posadero le concedió refugio. Supongo que no repetirá ese error.

Reiter negó con desesperación. —No, nunca.

—Bien —dijo el primer paladín—. Y si acaso vuelves a ver a ese ser abominable, nos informarás sin dudar. —Éste se inclinó hasta que su nariz quedó a escasos centímetros de la de Reiter. —¿Entendido?

—¡Sí, sí!

Los tres paladines dieron media vuelta y dejaron la posada. No había clientes en el área común. Reiter respiraba con dificultad y lloraba.

Se escuchó una voz vacilante. —¿Estás bien, papá?

Reiter aspiró con fuerza una última vez, se limpió los ojos y se volvió para mirar a su hija, Lilsa. —Por supuesto, sólo me entró arena en los ojos. Vaya, me hace ver como un tonto en ocasiones. —Se incorporó y esbozó una sonrisa forzada. Su niña sólo tenía cuatro años, aunque parecía ser más inteligente que la mayoría de los niños del doble de su edad. —Esos amables hombres decidieron pasar la noche en otro sitio.

La niña se mordió una uña antes de contestar. —A mí no me parecieron amables.

Reiter se obligó a reír. —Supongo que no —se limpió de nuevo los ojos—, ¿dónde está tu mamá?

—Afuera, en la parte trasera, con las dos simpáticas mujeres que visten metal brillante. —Respondió Lilsa.

Sus palabras, expresadas con inocencia total, le hicieron detenerse por completo. Reiter sintió el color dejar su rostro.

Era imposible. No podía ser.

Reiter se arrodilló de inmediato para quedar cara a cara con su hija. Ella hizo una mueca ante la expresión de su padre, quien intentó sonreír de nuevo. —¿Qué simpáticas mujeres, Lilsa? —Ella se alejó, quizá su sonrisa no había sido muy convincente. —¿Qué mujeres, Lilsa? Es importante. —Reiteró.

Sus ojos estaban muy abiertos. —Dos mujeres. Creo que una de ellas está herida. —Dijo al fin.

Reiter tomó a Lilsa en brazos y cruzó el almacén en dirección a la puerta trasera. El brutal sol desértico asaltó sus sentidos, pero no había modo de confundir lo que veía. Tres mujeres sentadas en la larga banca de madera detrás de la posada.

De un lado se encontraba Bea, sosteniendo una tela húmeda con las manos. Del otro lado, una muchacha adolescente que Reiter jamás había visto antes. En el centro estaba…

…ella.

—¿Qué haces aquí? —Reiter chilló con pánico mientras depositaba a su hija en el suelo.

—Está herida, Reiter. —Dijo Bea con firmeza. —Tranquilo.

—¡No me importa! Acaban de invadir mi posada por su culpa. —Reiter miró a Anajinn, quien tenía la cabeza inclinada y respiraba trabajosamente. —Trajiste a tus enemigos a mi posada, guerrera divina, y… —Reiter frunció el ceño y guardó silencio. La tierra bajo la banca estaba mojada; escurría sangre de su armadura. —¿Qué ocurrió?

La mujer más joven, la adolescente, fue quien contestó. Tenía la misma edad que la Anajinn actual cuando Reiter la conoció. —Ayer encontramos problemas en el desierto y a Anajinn se le olvidó como evadir. —La muchacha retiró la coraza de la guerrera divina con cuidado. Reiter dejó escapar un grito ahogado. Un desgarre profundo se extendía de un lado al otro del abdomen de Anajinn. —Las heridas causadas por hojas demoníacas no cierran con facilidad.

Reiter sintió a su hija aferrarse a su pierna. —¿Demoníacas?

Anajinn habló con dificultad. —No tienes nada de qué preocuparte. No verán el siguiente amanecer.

La joven resopló. —Quien casi no ve el siguiente amanecer eres . He de intentar curarte una vez más. —Ella se arrodilló enfrente de Anajinn y abrió un tomo grueso y antiguo, escrito en caligrafía ancestral. La aprendiz señaló un punto en la página y se lo mostró a Anajinn. —¿Empiezo aquí?

—Sí —respondió Anajinn—, concéntrate y expande tu fe.

Reiter miró a ambas, confundido. —No comprendo, ¿qué están…? —Bea hizo un ademán con la mano y el hombre guardó silencio.

La guerrera divina no dijo más y su aprendiz comenzó a recitar una antigua ley de la fe Zakarum. Reiter frunció el ceño. ¿De qué serviría un sermón aquí? Sin embargo, tenía que admitir que las palabras de esperanza eran bienvenidas. El día pareció hacerse más brillante, un poco más cálido; atractivo incluso. Reiter alzó la vista maravillado, era como si les cubriera un manto de Luz.

La aprendiz terminó el pasaje y cerró el libro. —Listo. —Anajinn alzó la cabeza y se incorporó. Parecía mareada, pero rechazó la mano que le tendió su aprendiz. Luego de ajustarse los hombros, la guerrera divina se estiró. Su camisa aún presentaba manchas rojas, mas no había señales de sangre fresca.

—Buen trabajo —Dijo Anajinn. La aprendiz esbozó una sonrisa radiante.

Reiter parpadeó. La herida de la guerrera divina desapareció, como si nunca hubiera estado ahí. ¿Hizo… qué…? —Luego recuperó la compostura. —No importa, debes irte ya.

—¡Reiter! —Dijo Bea a modo de advertencia. Sin embargo, el hombre negó con la cabeza y prosiguió.

—Tengo una hija, una esposa embarazada y una posada qué proteger. —Respondió. —Hay tres paladines en el pueblo. ¡Ojalá sólo sean tres! Saben que estás en la zona, así que deja mi posada en paz, por favor.

Reiter esperaba que Anajinn se opusiera, sin embargo, ella se limitó a asentir y cansinamente se puso de nuevo la coraza. —Lamento que te hayan dado problemas. La mayoría de sus corazones se encontraban en el sitio correcto, pero en semanas recientes se han perdido por completo.

Su aprendiz le extendió una espada enfundada y su mangual, armas que ciñó a su armadura. Por último, Anajinn recogió su escudo. —Cuídate de aquellos que vengan de Travincal. Actúan de manera inestable pues ocurrió algo dramático ahí.

—Ya lo sé, guerrera divina —gruñó Reiter—, uno de ellos casi me arranca la cabeza. ¡Me culpan de lo que hiciste! Me consideran responsable de la muerte del otro paladín.

—¿Ah sí?

—¡Sí! —Reiter se aproximó a la mujer. Su rostro estaba enrojecido a causa de la ira y la vergüenza. —Viniste a mi posada, no a la de alguien más, a la mía. Piensan que eso me hace culpable. Me dijeron que creían que les estaba ocultando algo.

—¿Dónde están ahora? —Preguntó Anajinn en voz baja.

—Son problema de alguien más. Parecía que querían registrar el resto del Reposo de Caldeum. —Reiter se alejó, satisfecho con la cara que puso Anajinn. —Me has causado suficientes problemas y quiero que te marches de mi posada en este momento.

Anajinn y su aprendiz intercambiaron miradas imposibles de leer y, posteriormente, la guerrera divina dejó que el borde inferior de su escudo se clavara en la arena mientras negaba con la cabeza. —No podemos irnos.

—Bien —declaró Bea—, ustedes dos necesitan descansar antes de ir a ningún lado.

Reiter abrió desmesuradamente la boca por la sorpresa. —¡Bea!

Ella le miró desafiante. —No hay clientela y tenemos suficiente espacio. Podemos mantenerlas a salvo un par de noches.

—¡Los paladines!

—¿Qué de ellos? Ya se fueron —dijo Bea—. Éstas dos llegaron del sur, del desierto. No usaron el camino principal, nadie las vio. Prepararemos catres en el segundo almacén y apilaremos cajas de tulipanes y carne seca frente a la puerta. Si los paladines regresan, no sabrán que ahí hay una habitación. Incluso puedes invitarles a que investiguen. Eso hicimos cuando aparecieron bandidos el año pasado. En ese entonces lo consideraste una gran idea.

—Hay un problema mayor —dijo Anajinn. Bea y Reiter se volvieron para mirarle. —Los paladines regresarán y no importará si nos encuentran o no.

—¿Qué? ¿Por qué? —Preguntó Reiter.

—Ya te consideran culpable —la voz de Anajinn era fría—, no están bien de la cabeza. Hay muchas probabilidades de que, una vez que su búsqueda por el pueblo no rinda frutos, descarguen su ira contra ti u otros. Los impulsa el odio, no un propósito divino. Tú y tu familia se encuentran en peligro, posadero.

—¡Por culpa tuya!

—Sí y no te dejaré a ti ni a tu pueblo a su merced. Si no quieres que proteja tu posada de manera directa, mi aprendiz y yo acamparemos en el desierto donde no puedan vernos. Si escuchamos o percibimos…

—Oh, no seas absurda. Estarán bien en uno de nuestros almacenes —Bea interrumpió los resoplidos de rabia de Reiter con una mirada cortante—. No será problema, déjame hablar con mi esposo por un momento.

Reiter permitió que Bea le condujera a él y a Lilsa de vuelta al interior, lo suficiente como para que la guerrera divina no pudiera escucharles. —¿Estás loca, Bea? ¡Esos paladines nos matarán!

Bea aguardó hasta que hubo terminado. —Lilsa, ¿puedes subir a tu cuarto un minuto? La niña desapareció por las escaleras. Bea habló, su tono lleno de desprecio. —¿Eso quieres que vea tu hija? ¿A su padre echando al desierto a dos personas, una de ellas herida, porque tiene miedo de lo que pensarán tres extraños?

—Eso es completamente injusto —dijo Reiter—, Anajinn ha traído la muerte sobre nuestras cabezas y no importa qué tanto la odien esos hombres, no nos matarían sólo porque ella se quedó aquí hace seis o siete años. A menos, claro, que la hallaran aquí. Piensa en Lilsa, piensa en el que viene en camino. —Reiter colocó gentilmente una mano sobre el abdomen de Bea. —Nuestros hijos necesitan que Anajinn se vaya. Mira, sé razonable.

Bea miró la mano de su esposo y luego alzó la mirada para verle a los ojos. —Entonces, ¿estás dispuesto a creerles a esos paladines y no a Anajinn?

—Como dije, estoy seguro de que Anajinn exagera.

Ella retiró la mano que se encontraba sobre su abdomen. —Esos hombres amenazaron con matarte. Ella no ha sido más que amable y honesta. —Bea entrecerró los ojos. —No entiendo por qué te cae tan mal, pero yo le creo. Si hay posibilidad de que los paladines nos hagan daño la necesitamos aquí para proteger a nuestros hijos. ¿Te parece eso razonable? —Bea se volvió, pero le lanzó una última mirada por encima del hombro. —Cualesquiera que fueren las fallas de tu padre, él no era un cobarde y se avergonzaría de ti en este momento. —Bea salió para hablar con las dos mujeres.

Reiter se sintió enfermo. No lo comprende, logrará que nos maten a todos. Escuchó el sonido de una armadura, lo que indicaba que la guerrera divina se preparaba para entrar. El posadero abandonó el área común. No quería verla, necesitaba pensar.

¿Mi padre se avergonzaría? Reiter frunció el ceño. Su padre ciertamente gustaba de la caridad —cualidad que Reiter no poseía— pero era, ante todo, un hombre pragmático, un hombre razonable.

Sin embargo, Reiter tenía que admitir que Bea estaba en lo correcto en una cosa, era posible que los paladines regresaran. Éste tembló al pensar en eso.

Quizá, tal vez, Anajinn y su aprendiz podrían enfrentarles. Reiter vio lo que le hizo a ese otro paladín hace ya tantos años. No lo entendió, mas lo vio.

Sin embargo, ese día ella se encontraba saludable, descansada, confiada. Hoy era distinto. Estuvo cerca de morir hace unos minutos. Sin importar lo poderosa que fuera su aprendiz, o lo bien que pelearan juntas…

No puede vencerles, decidió Reiter. Sólo tendría que sobrevivir un paladín para que su familia sufriera las consecuencias.

Nos informarás sin dudar, dijo el paladín llamado Cennis.

Reiter se incorporó. Esa era la salida, pensó entre una descarga de esperanza. Cabía la posibilidad de que los paladines no fueran razonables hasta que hallaran a Anajinn, sin embargo, se calmarían una vez que lo hicieran. Si Reiter los condujera a ella, verían que sinceramente no tenía deseos de ayudarle. Quizá hasta le elogiarían por su franqueza.

Pero Anajinn… tanto ella como su aprendiz morirían. Mejor ellas que mi familia, se dijo con firmeza. En silencio, se escabulló fuera de la posada.

El Reposo de Caldeum no era un pueblo grande y Reiter se dirigió al oeste. Tenía la confianza de que les encontraría. Nos informarás sin dudar. Sus pasos tranquilos se hicieron más prestos; comenzó a trotar.

Pronto, echó a correr.

***

El herrero siguió golpeando el yunque como si nada. —Entiendo, mi señor —saltaban chispas cada vez que caía el martillo—, si entra una mujer en armadura extraña…

—Si entra cualquier mujer —interrumpió Cennis—, la hereje podría disfrazarse para engañarte y conducirte al pecado.

—Sí, mi señor —dijo el herrero—. Si entra cualquier mujer saldré a buscarle a usted o a uno de sus hermanos. —El hombre tomó el delgado bloque de metal al rojo vivo con sus tenacillas y lo examinó de cerca. Con un gruñido, lo colocó en el yunque y comenzó a golpear los bordes nuevamente. —¿Necesita algo más, mi señor?

Los dedos de Cennis temblaron. —Mírame cuando te hablo, herrero. —Dijo con suavidad.

—Por supuesto. —Respondió el herrero. Luego de echarle al paladín una mirada superficial, regresó a su trabajo. —Lo que usted diga, mi señor.

No había ni un ápice de burla en la voz del hombre, pero Cennis sintió la ira burbujear en su interior y se aproximó al herrero. —¿Te estoy distrayendo? ¿Acaso interrumpo tu trabajo?

—No, mi señor, le escucho. —Cuando sus ojos se cruzaron con los de Cennis, el herrero parpadeó al notar por primera vez algo peligroso. Con un pesado suspiro, echó el acero a un tonel de agua. Surgió vapor al son de un agudo siseo. —Mil disculpas. ¿Qué más necesita saber, mi señor?

—¿Qué estás creando? —Preguntó casualmente el paladín.

—Una rasqueta para barriles, el posadero necesita una.

—¿El dueño de la Posada Oasis?

—El mismo.

Cennis asintió con tranquilidad. —Entiendo. —Y era verdad, entendía más de lo que este tonto podría sospechar. El pueblo entero es muy unido. Viven juntos en el pecado. Merecían un castigo colectivo.

Entonces se le ocurrió una idea maravillosa y miró a su alrededor. Sus compañeros estaban en otro lado, interrogando a alguien más. Perfecto. —Si hubieras visto a la hereje me lo habrías dicho, ¿verdad?

—Claro, mi señor. —Contestó el herrero.

—No te creo.

El hombre frunció el ceño. Cennis alzó la mano derecha de forma casual, como si inspeccionara su guantelete. Luego, se inclinó sobre el yunque mientras movía los dedos. El herrero retrocedió de manera instintiva. ¿Le temes a un sirviente de la fe? ¿Qué ocultas?

—Quiero que entiendas la gravedad de la situación. —Cennis apretó el puño y la Luz lo llenó. Una forma brillante apareció entre ambos hombres. —Estoy seguro de que forjas finas rasquetas para barril, ¿qué sabes de martillos?

El herrero trastabilló. Incluso sus ojos pecaminosos no confundirían el martillo de Luz pura que se encontraba suspendido en el aire. Extrañamente, la mirada del hombre iba y venía por la habitación. Cennis se volvió, pero no halló nada de interés. Quizá las sombras tenían apariencia extraña, pues crecían y cambiaban. Cennis recordó cuando las sombras desaparecían ante un martillo bendito de Luz. De eso hacía casi una vida, cuando él aún era un niño.

Cennis colocó una mano sobre su frente y frunció el ceño. Le dolía la cabeza. El martillo perdió cohesión y se desvaneció. Pensar en su niñez trajo dolor e interrumpió su concentración. El paladín hizo una mueca y expulsó esos pensamientos de su mente. Hace casi una vida no era algo relevante en este momento. El martillo volvió a manifestarse.

—Mi señor —tembló la voz del herrero—, yo…

Cennis hizo un ligero movimiento con el martillo y el yunque estalló lejos de él. El herrero se agarró el estómago con fuerza y se desplomó gritando. Tenía un trozo de metal incrustado en sus tripas.

—Lo lamento, mi señor —dijo Cennis—. ¿Decía usted? —La mirada en el rostro del herrero era deliciosa: impotencia y miedo totales. Cennis sostenía el martillo fulgurante a escasos centímetros del hombre. —¿Por qué no me cuenta lo que sabe acerca de la hereje?

El herrero suplicó, lloró y juró que no sabía nada. Clamó por la misericordia de Akarat. Un poco tarde para eso. ¿Qué clase de criatura perdida continúa mintiendo? ¿Qué había visto que se rehusaba a mencionar? Cennis dudó. Quizá era necesario tomar medidas más severas. Extendió la mano ligeramente hacia el rostro del hombre y…

Éste dejó de gritar. Sus ojos, desorbitados, reflejaron la Luz del martillo de modo interesante, incluso puro, sin las imperfecciones del iris o la pupila.

Líquido rojo arruinó los orbes completamente blancos, acumulándose bajo los párpados del hombre. Cennis observó fascinado. Dos estallidos, bastante sonoros, regaron líquido carmesí y delgadas líneas de fluido blanco por las mejillas del herrero. Sin embargo, éste no gritó, su lengua estaba paralizada por el terror.

De pronto, Cennis se dio cuenta de lo que había hecho. Pasarían horas, quizá días, antes de que este hombre pudiera responder a cualquier pregunta y se reprendió por ello. Un desperdicio. Negando con la cabeza, el paladín usó la Luz y le arrancó la lengua de un tirón. Ni siquiera tuvo que usar las manos. La carne rosada rebotó en el suelo arenoso y, al fin, el herrero gritó. Un sonido de dolor sin palabras. Cennis no hizo nada; era una buena idea. La guerrera divina se encontraba en la zona, de eso estaba seguro. No hallaría refugio si el pueblo entero sólo albergaba ciegos y mudos. Eso se merecían por proteger a una hereje hace años. Sí, decidió, iría de puerta en puerta…

—Akarat nos libre. —Un suspiro ahogado surgió desde la entrada de la herrería. Cennis se volvió con calma. El posadero, ese posadero, miró al herrero, quien siguió gimiendo.

—Akarat no puede salvarte —le dijo Cennis al posadero—, nadie puede.

—Yo… —La mirada del posadero iba de Cennis al herrero y de vuelta. —Vine a decirte… como ordenaste… sin dudar…

—Oh, no lo creo —respondió Cennis con tristeza y flexionó un dedo. Una anilla de Luz brillante rodeó la garganta del posadero. El paladín apretó con gran fuerza; el posadero comenzó a ahogarse. —La mujer regresó, ¿verdad? Te demoraste en venir a decírmelo. Conozco a los de tu calaña, aguardaste. Cennis flexionó los dedos una y otra vez. Más anillas de Luz se manifestaron, inmovilizando las muñecas y los codos del posadero. Sus jadeos se convirtieron en débiles gritos.

Cennis salió de la herrería arrastrando al posadero. —¡Hermanos! —Gritó. —¡Hermanos, el pecador está aquí! —Después de pensarlo un momento, Cennis alzó las manos y descargó chispas sobre el techo del edificio. Humo y llamas pequeñas pronto dieron paso a un gran incendio. El paladín asintió con satisfacción. En ocasiones, sus compatriotas sentían aprensión por lidiar con el mal de manera tan… decisiva… como él. Así no tendría que decirles qué ocurrió. El fuego era perfecto para eliminar cabos sueltos.

El posadero, pese a tener la garganta aprisionada, intentaba hablar. —Familia… misericordia…

—Calla —dijo Cennis.

***

—Pequeña, no toques el escudo de la amable dama —Bea tomó a Lilsa en brazos y le dio palmaditas en la espalda. Después miró a Anajinn y frunció el ceño. —No planeas dormir con la armadura puesta, ¿verdad?

La guerrera divina levantó la cabeza de la almohada y sonrió. —Se ve absurdo, ¿no? Se recostó de nuevo al son de un suspiro. Su aprendiz se sentó en un banco al pie de la cama, sirviendo té en tres tazas. Anajinn cambió de posición y la armadura emitió sonidos metálicos.

En efecto, se veía absurdo. Bea suprimió una sonrisa. —Estoy segura de que dormirás mejor si te la quitas —Lilsa soltó una risita. —¿Lo ves? Mi hija está de acuerdo.

—Probablemente tenga razón. —Respondió Anajinn. Su sonrisa parecía sincera, pero la fatiga se apreciaba en sus ojos. Bea sospechaba que ésta no era la primera vez que había estado cerca de morir en fechas recientes. —Sin embargo, si esos caballeros regresan, tendré que actuar con rapidez.

Bea calló. Lilsa miraba fascinada el modo en que la luz de la lámpara se reflejaba en la armadura. —No puedo creer que realmente quisieran dañarnos. —Sin embargo, las palabras que el paladín le dijo a Reiter atravesaron los muros de la posada. Pudo escuchar su ira. ¿Podía estar segura de lo que eran capaces? —Crecí aquí. He visto todo tipo de gente ir y venir. Los paladines no eran algo raro. Siempre parecían ser tan buenos cuando yo era una niña. En años recientes parecen… —Dudó. —¿Sabes qué ocurrió? ¿Por qué están tan atormentados?

La aprendiz miró inquisitivamente a Anajinn, quien no dijo nada por un rato. —Su oscuridad ha salido a la superficie y esa es la razón de mi cruzada.

—¿Odias a los paladines? —Preguntó Bea.

—Para nada —respondió Anajinn—. Nuestra fe comparte las mismas raíces. Los considero mis hermanos y hermanas. Perdidos, pero familia al fin y al cabo. —La aprendiz le extendió una taza de té y Anajinn tomó un sorbo antes de continuar. —Hace varios siglos, un hombre muy sabio cayó en la cuenta de que el núcleo de la fe Zakarum estaba corrupto, infectado. Era sutil, pero elementos de maldad se habían infiltrado en sus cimientos. A juzgar por las noticias de Travincal, ese mal ya no se encuentra oculto, sino que ha estado actuando y exclamando de manera abierta durante los últimos años. Literalmente se ha convertido en el hogar del odio. Quienquiera que haya destruido ese lugar le hizo un favor al mundo.

¿Travincal fue destruido? Bea cambió de posición. No había escuchado tal cosa, sólo que ocurrió algo terrible.

—Hay gente buena en su orden, pero me temo que aquellos con disposición para el mal han superado a los justos —dijo Anajinn—. Es posible que la destrucción de su remanso haya desbalanceado al resto.

Bea aceptó la taza de té que le ofrecía la aprendiz. Su mano tembló ligeramente. —¿Y tu cruzada busca erradicarlos?

Anajinn negó con la cabeza. —Mi cruzada busca erradicar el mal que los corrompe, hallar algo capaz de purificar la fe. Hace unos días creí que se encontraba en el desierto… —Sonrió cansinamente—. Purificamos algo, mas no fue la fe.

—Mis entrañas, quizá. —Murmuró la aprendiz.

Bea se escandalizó por el léxico, pero la guerrera divina sólo rió. —Ver a unos cuantos demonios salir de las sombras es un excelente modo de purificarlas. Nos hicimos cargo del cubil y eso jamás es pérdida de tiempo. No me arrepiento de haber hecho el viaje. —Anajinn frunció el ceño como si hubiera pensado algo desagradable. —¿Dónde está tu esposo, Bea?

—Es probable que esté enfurruñado en su estudio —susurró Bea con picardía—. Eso hace cuando las cosas no salen como él quiere.

Anajinn no le devolvió la sonrisa. —No he escuchado pasos en el piso superior, ni en ninguna otra parte de la posada. ¿Puedes llamarle, por favor?

—Supongo. —Bea, con Lilsa en brazos, salió de la pequeña habitación. —¿Reiter? —Llamó.

La voz de Lilsa se unió a la suya. —¡Papaaaaaá!

No hubo respuesta. Era extraño. Bea caminó hasta el área común y llamó a Reiter por segunda ocasión. Silencio. —¿Dónde crees que esté tu padre? —Le preguntó a Lilsa en voz baja. La niña se encogió de hombros y Bea regresó a la habitación de la guerrera divina. —Me parece que salió por un momento. Anajinn, ¿por qué?

La guerrera divina ya estaba de pie, tomando su escudo y mangual. La aprendiz desenvainó una espada corta.

—Me temo —dijo Anajinn—, que tu esposo ha cometido un terrible error.

El Fin del Camino

Guerrero divino

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