Justo antes del amanecer de la siguiente mañana, Valla se encontraba junto a un cuerpo cubierto por una sábana en el estudio de Bellik. La sangre que salía de la cabeza había empezado a secarse en el paño.

―¿Quién es? ―preguntó Valla.

―Durgen, el herrero. Apenas podía hablar cuando llegó hasta mi puerta... solo dijo algunas palabras antes de morir, pero fueron más que suficientes.

―¿Qué dijo?

―¿Eh?

Bellik era una reliquia de hombre: flaco y encorvado, además de sordo, pese a sus enormes orejas. Su incomodidad ante la presencia de Valla era patente.

―Las palabras del herrero, ¿cuáles fueron? ―preguntó Valla más alto.

―Ah...

El sanador trató de retirar la sábana, pero se había quedado adherida a la sangre seca. Bellik tiró de ella y el paño se soltó, revelando a un hombre deteriorado con media cabeza deformada por un golpe.

―Dijo: "Mi hijo me ha hecho esto".

Valla observó en silencio durante un largo rato, y volvió a tener aquella sensación: la preocupante noción de que se le olvidaba algo importante. Trató de ignorarla concentrándose de nuevo en la situación presente, en el hombre muerto traicionado por su propio hijo.

Entonces se escuchó un grito proveniente del exterior, de la calle. El desesperado lamento de alguien cuya vida finalizaba de forma violenta.

Valla saltó hacia la puerta.

―Quédate aquí.

Un instante después, salió a la luz previa al amanecer. En la calle había un chico, quizás de unos trece años que estaba sobre el cuerpo de una comerciante. Llevaba un martillo de herrero cubierto de restos humanos. Lo que quedaba del cráneo de la comerciante estaba esparcido entre los artículos dispuestos en una harapienta manta cercana.

Valla recordó el detalle de que no había niños entre los cadáveres del almacén de Holbrook y, de repente, lo comprendió.

No había niños porque ellos habían realizado la matanza. Peones que llevaban a cabo la voluntad del demonio. Durante un breve instante, Valla se sintió tan conmocionada, tan convulsionada por tal idea, que bajó la guardia. Se volvió vulnerable. Recuperó la concentración y siguió valorando la situación. O actuaba rápido o moriría.

El grito también había hecho salir a otras personas, pero Valla se fijó especialmente en una niñita rubia con un vestido rosa que estaba al final del camino. En una mano llevaba un cuchillo teñido de escarlata y con la otra sujetaba a un bebé ensangrentado y de aspecto feroz a la altura de la cadera. Sus ojos eran grandes y brillantes.

Escuchó un crujido en el mirador que dominaba la posición en la que se encontraba Valla. Alguien había salido, pero el leve y agudo crujido indicaba que se trataba de una persona de escaso peso.

Otro niño.

El chico del herrero se acercaba ahora a Valla con la boca abierta y sonriente.

Otros dos niños acudieron al encuentro, un niño pequeño que arrastraba una espada envainada y una chica más mayor que llevaba una gran piedra en las manos.

Entonces apareció un último niño, un chaval pelirrojo al que le faltaban dos dientes, que saltaba con una hachuela en la mano derecha. Un pequeño grupo de cinco adultos también había salido a la calle. Unos cuantos rostros observaban desde las ventanas.

―Todo aquél que no quiera resultar herido, más vale que se encierre con llave ―ordenó Valla desde el fondo de su capucha.

―¡Ya!

Los adultos del grupo obedecieron.

Odio y disciplina

Cazadora de demonios

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