Valla alcanzó el límite exterior de Havenwood poco antes de medianoche. No había escogido la hora de su llegada, pero le pareció bien en cualquier caso.

No sería bien recibida en la ciudad. Su gente nunca lo era. Los cazadores de demonios se percibían como oscuros presagios o heraldos de la muerte, incluso en los buenos tiempos.

El aire aún era cálido mientras recorría campos iluminados por la luz de la luna, abarrotados de yermos maizales y grandes extensiones de tierra en las que las hileras de celemines de trigo cosechado permanecían quietas como soldados obedientes. La cosecha estaba en marcha.

Pronto llegó a los oídos de Valla el gratificante sonido de un cauce de agua.

Un río.

La hija del aserrador sintió cómo se le hacía un nudo en el fondo del estómago mientras cabalgaba.

El posadero se quedó pálido al verla, a pesar de que se había quitado la capucha y se había bajado la bufanda para tranquilizarlo. Respondió a sus preguntas con frases escuetas. No había habido señales de problemas, nada fuera de lo normal. Nada de qué preocuparse. Le dio una nota para que se la diese al curandero de la aldea con la primera luz del alba: Si hay algún problema, mándame a buscar.

Al entrar en su alojamiento, Valla hizo un repaso rutinarios tomando nota de varios detalles: un aparador resistente que se podía utilizar a modo de barricada si fuese necesario. No había puerta que conectara con la habitación contigua. Una cama situada contra la pared más lejana con buena vista de la entrada. Un escritorio con una silla y una ventana a una altura de diez codos del suelo del exterior.

Entonces Valla se quitó la armadura de placas y sus numerosas armas. Colocó en un lugar de fácil alcance en la cama las ballestas gemelas, las dagas, los dardos, las boleadoras y el carcaj de virotes; teniendo especial cuidado con un virote escarlata decorado con runas. Empezó a desempaquetar. La hija del aserrador no pudo deshacerse ni un instante de la sensación de inquietud que la había atenazado mientras cabalgaba. La sensación de estar olvidando algo. Algo importante. Vital. Como si tuviese un vacío en la mente, un hueco en el que una vez tuvo almacenado un conocimiento esencial.

Terminó de deshacer el equipaje, se sentó en el suelo y cerró los ojos para relajar la mente. Se concentró en la cadencia de su pulso.

Fuera lo que fuera ese conocimiento olvidado, no era capaz de recuperarlo. Entonces otros pensamientos se entrometieron.

¿Y si estaba equivocada acerca de todo el asunto? ¿Y si había desobedecido a Josen para nada?

Decidió que preocuparse por ello no le haría ningún bien. Y el recuerdo olvidado ya volvería a su debido tiempo.

Valla se sentó al escritorio y escribió una breve carta a su querida hermana, Halissa. Recopiló detalles de su viaje, le dijo que todo iba bien, que la quería y que iría a visitarla pronto.

Esperaba que fuese cierto. Tal vez después de despachar a este demonio... podría tomarse un tiempo de descanso.

Dobló la carta, la metió en un sobre y lo dejó en su bolsa de viaje.

Valla sopló la vela y se tumbó de lado, de cara a la puerta, mientras su mente intentaba recordar lo que creía haber olvidado.

Suspiró con pesar y deseó desesperadamente, como cada noche, un sueño sin pesadillas sobre el ataque a su aldea. Deseó, como cada noche, soñar con algo bueno, aunque solo fuese por una vez.

Se había olvidado de lo que era soñar con algo que no fuese una matanza.

Keghan Gray se tambaleó al pasar por el umbral de su casa de campo, después de haberse aliviado en el jardín de flores unos momentos antes. A Seretta no le haría gracia si se enteraba, pero mantendría la boca cerrada al respecto si sabía lo que le convenía. No sabía tales cosas cuando se casaron, pero había aprendido con el paso de los años. A veces, las lecciones eran duras, pero necesarias.

La lámpara junto a la puerta no estaba encendida... Keghan lo comentaría al día siguiente con Seretta. Un hombre se podía romper la maldita pierna al entrar en una casa a oscuras. Tras tres intentos, Keghan logró encender la mecha.

Keghan se preguntaba distraído dónde estaría Rexx, mientras se dirigía a la cocina. En las noches en las que Keghan volvía tarde a casa de la taberna, Rexx normalmente lo saludaba en la puerta, con la lengua fuera y moviendo el rabo con alegría. Por supuesto, Rexx prefería dormir en la habitación de Joshua... Seguro que ahora estaría allí, acurrucado a los pies de la cama.

La mesa de la cocina estaba vacía. Keghan se sintió bastante agraviado, lo que hizo que sus manos se cerraran en puños y apretase la mandíbula de forma refleja. Le había ordenado a Seretta que tuviese dispuesto algo de cena para cuando llegase. No podía ser tan tonta. Keghan pensó que tal vez Joshua se habría comido su parte. Si era así, habría que castigar al chico. Un castigo firme, como merecía tal falta.

Pero de momento, parecía que Keghan se vería obligado a cortar su propia carne. Después de todo, cabalgar hasta allí desde la ciudad le había abierto bastante el apetito. Keghan tomó un cuchillo de la mesa y empujó la lámpara ante él mientras se dirigía hacia la alacena.

Se abrió paso hacia la larga sala completamente a oscuras. La luz de la lámpara reveló unos cuantos trozos de cerdo de buen tamaño que colgaban en ganchos alineados en la pared de su derecha. Se detuvo ante una dura pata de cerdo y sonrió.

Keghan se inclinó para colocar la lámpara de forma que pudiese cortar una loncha y, al hacerlo, observó un charco de algo que parecía vino tinto en el suelo. Acercó la lámpara.

Era sangre.

La visión lo espabiló ligeramente... No tenía que haber sangre en el suelo. A los cerdos se los degollaba y limpiaba fuera.

Se acumulaba justo entre sus piernas y provenía de algún lugar a su espalda. Keghan se dio la vuelta mientras se levantaba. Levantó la lámpara, que casi se le cayó al retroceder.

Rexx estaba colgando de un gancho en la pared de enfrente; colgaba de la zona de carne blanda bajo la mandíbula. Tenía el pelaje cubierto de sangre y aún goteaba desde la punta de la cola. Le habían extraído la mayor parte de las vísceras, que estaban apiladas en un rincón.

Una cálida brisa entró al abrirse la puerta del extremo de la alacena. La luz de la lámpara no llegaba tan lejos como para que Keghan pudiese ver. Bajó la lámpara y la alejó para que su visión se ajustase. Una voz llegó hasta él.

―¿Padre?

―¡Joshua! Ven aquí, chico. ¿Qué haces ahí fuera?

Keghan aún no distinguía mucho más que un borrón oscuro que se perfilaba en la luz.

―¡He dicho que entres! Alguien ha matado al perro. Haz lo que digo, chico. ¡Muévete!

Sus ojos se ajustaron lo suficiente como para ver la silueta de su hijo, quieto en el umbral, con una guadaña de largo mango en las manos. Su hoja curvada se dibujaba nítida ante el fondo de la luna y las nubes.

―Pero aún hay que seguir segando, padre.

Keghan abrió la boca estupefacto mientras avanzaba tambaleándose.

―¿Pero qué dices, chico? ¿Estás tonto?

Al dar unos pasos más, la lámpara bañó de luz a Joshua. Sus ropas de faena estaban manchadas... del mismo color vino que cubría el suelo.

―¿Has sido tú? Has matado al perro, pequeño y retorcido...

Sin articular palabra, Joshua avanzó y blandió la guadaña. Keghan alzó el brazo izquierdo para detener el golpe, pero, en el último segundo, el chico movió el apero hacia abajo y a lo largo, entre las costillas de Keghan, rajándole las entrañas mientras la hoja penetraba lo bastante como para mostrar su punta cubierta de sangre por el otro lado.

Un sonido de gorgoteo subió por la garganta de Keghan y escapó como un traqueteo por su boca abierta. ¡El chico le había ensartado! Como a un maldito cerdo. Tendría que responder por ello. No importaba cómo pero el chico sería castigado. Con dureza.

Joshua tiró para liberar la hoja, un error que Keghan aprovechó bien. Avanzó rápido e introdujo el cuchillo de cocina hasta el mango en la garganta de Joshua.

Su hijo cayó hacia atrás como una piedra. A pesar de no tener ya clavada la hoja de la guadaña, un dolor abrasador ardía en el vientre de Keghan. Tosió y escupió un gran borbotón de sangre... Entonces echó a correr. ¡Había matado a su hijo! Solo podía pensar en huir, en correr lo más deprisa posible. Se adentró directamente en los maizales, haciendo caso omiso de los tallos que pisoteaba o apartaba, tambaleándose, escupiendo sangre y sintiendo un creciente mareo que amenazaba con derrumbarlo en cualquier momento.

Corrió tan rápido como se lo permitían las piernas, hasta que finalmente el dolor del estómago le obligó a ponerse de rodillas. Había llegado a la base del espantapájaros del campo. Tenía que huir. Si pudiese volver a ponerse en pie. Si pudiese alcanzar el pueblo y llegar hasta Bellik el sanador...

Keghan se agarró a los pantalones del espantapájaros, y tiró para ponerse en pie mientras un largo torrente de sangre y bilis colgaba de su barbilla. El material que había bajo su puño cerrado, sin embargo, no tenía el tacto de la paja.

Y la tela estaba empapada de sangre. ¿Era suya?

Estaba perdiendo la consciencia. Keghan dio un violento tirón, para terminar de levantarse mientras alzaba la vista para observar la cara del espantapájaros...

En su lugar, contempló las facciones laxas e invadidas por el terror de su esposa muerta.

Odio y disciplina

Cazadora de demonios

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